sábado, 19 de abril de 2014

Malabarista

s. m. Persona que practica ejercicios de equilibrio y habilidad lanzando al aire y recogiendo diversos objetos o manteniéndolos en equilibrio inestable.
Cuando era niño, una vez por año llegaba el circo a mi ciudad. Su parque de atracciones ocupaba un gran lote de terreno baldío a tres manzanas de casa. La montaña rusa y los malabaristas eran mis atracciones favoritas. Me impresionaba verles volar balones, pines de boliche, y especialmente los bastones en llamas. Eran luz y calor en movimiento. Yo nunca pude mantener siquiera tres naranjas en el aire. Hablamos del inicio de los años 80.

En 2008, con la revolución bonita, llegó a Caracas otro circo. Esta vez sin terreno, carpa, ni venta de boletería. Sus malabaristas se repartieron por toda la ciudad, con especial predilección por los semáforos. Niños y adultos de cualquier edad giraban piedras, botellas, pelotas, mangos o los bastones en llamas al llegar la noche. La función duraba lo que la luz del semáforo, menos diez segundos para pasar por las ventanas de los carros cercanos a la cebra y pedir algunas monedas que retribuyeran el entretenimiento de ocasión.

Una tarde, de camino al postgrado, se detuvo el tráfico por una riña entre el artista de ocasión y un taxista, que reclamaba molesto por un responsable de la abolladura en el cofre, hecha por una piedra mal manejada. Esos minutos me hacían llegar tarde a clase, con el riesgo de perder la asistencia, control que me parecía inútil e infantil, pero yo no ponía las reglas. Era una de esas “materias blandas” que a los ingenieros nos costaba tragar, pero que debían complementar el conocimiento técnico. Mientras entraba explicaba mi inusual retraso:

- Un malabarista dejó caer una piedra, eso provocó una cola, mal humor y mi llegada tarde, ahora perderemos un poco el tiempo de todos mientras me incorporo y le respondo su pregunta sin genuina preocupación.

La respuesta a mi relato no fue la que esperaba:

- De acuerdo. Sólo espero que la piedra que dejó caer el chico, fuera la del trabajo.

Sin intención, acababa de cambiar el tema de la clase de ese día. Caminé hasta mi asiento pensando que me había topado con el segundo loco del día. Me disculpé haciéndole saber que no entendía. Lo aclaró enseguida:

- Malabaristas somos todos. Cada día, con o sin público, hacemos malabares repartiendo el poco tiempo que hay entre objetos en el aire. No usamos piedras o bastones, sino nuestros mayores bienes: nuestra familia, amigos, fe, trabajo, salud, amor y paz. Mientras corremos por la ciudad, les prestamos la mayor atención posible a cada uno, porque ninguno puede desatenderse. Prepotencia y adrenalina nos hacen creer infalibles, pero sabemos lo que pasará tarde o temprano.

Una metáfora bonita, pero ¿de utilidad? Era claro que por más atención que se prestara, en algún descuido alguno puede caerse. ¿Qué hacía entonces?

- Si es inminente dejar caer uno, que sea el trabajo, entérate ahora que es el único de goma. Lo demás es de cristal, si cae nunca volverá a ser lo mismo, aunque trates de repararlo con el tiempo y atención que no dedicaste antes. Si tu trabajo no te deja tiempo para el resto, despide a la empresa donde trabajas, renuncia. Al llegar al piso rebotará probablemente más alto que antes, en un trabajo mejor. Es sólo un consejo, no un mal augurio. Algunos piensan que el trabajo es el sol, sobre el que orbita lo demás, alimentándose de su luz. Es un truco mal montado. El trabajo es como una luna que gira alrededor de nada.

Me hacía sentido. La clásica reserva el domingo para el descanso, incluía el disfrute y adoración al sol (sunday), lo que me confirmaba que tenía sentido que el trabajo no podía serlo. Nos dieron un minuto para pensar: ¿Cuándo fue la última vez que atendimos nuestros valores? ¿Seguimos girándolos alrededor del falso sol? Éramos invitados a abandonar la clase si alguno de nuestros valores debía ser atendido en ese momento. Formarse para ser un mejor profesional no debía ocupar el espacio de algo más importante. Erradicar la costumbre es cosa seria.

La última vez que fui a la playa (a mi ciudad de infancia) pregunté por el circo. Resulta que ya no viene. Dicen que es porque la gente ya no tiene dinero para las entradas, pero yo creo que es porque lo que hacían dejó de ser extraño, y hoy vemos en la calle a cualquier hora realidades más sorprendentes que la fantasía que mostraban. Además, tendría que buscar un nuevo espacio, en aquel lote vacío hace décadas se construyó una agencia del Banco de Venezuela, que irónicamente si mal no recuerdo era de un grupo español. Ahora creo que es de todos, lo que probablemente signifique que no es de nadie. Otra de las regularidades de vivir en este Macondo, uno por donde hace más de una década no vemos a un Buendía.

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