EL DIARIO DE UNA OREJA
En 1920, un humilde niño portugués miraba una partitura en una plaza. Se la había quitado al hijo del maestro de guitarra, al que no podía pagar por clases. Su inteligencia y deseo de entenderla no fueron suficientes para descifrar los símbolos, que miró con fascinación hasta el amanecer. No había electricidad, pero la luz de la luna era complaciente. Desde entonces, cuando Juan miraba algo que no entendía y le interesaba, pero que por instinto sabía que podía dominar si le hubieran enseñado, decía con amable resignación:
-Papel de música.
Pasó su tiempo, hasta que la guerra y la dictadura lo llevaron al nuevo continente. Aquí trajo a su mujer, nueve hijos, y sus expresiones, que oyeron luego sus yernos y nueras, mezclándolas con las propias. Llegado el mío, en la época consumida por la ingeniería, Teresa invitó a un grafólogo al intermedio de un extramuro de la empresa. Tras breve introducción, nos dieron papel y bolígrafos:
-Escriban lo que apetezca, un par de párrafos y su firma.
Compiladas las hojas escritas, el desconocido invitado empezó a hablar de los escritores. Parecía mirar más allá de la hoja blanca; sentimientos, actitudes, sexualidad, motivación, todo de un mismo saco. Describía con la misma naturalidad, la relación del autor con sus padres, y su último episodio de gripe. Podía enviar a una chica a perdonar a su marido, o con su ginecólogo para que corrigiera sus dolorosas menstruaciones.
Mi hoja le daba detalles que no tenía forma de saber, más alguno que era información nueva hasta para mi consciente. Como sus especulaciones, por demás ciertas, no se iban a quedar sin explicación, la pedí al final llamándolo aparte. Resulta que parecía ser trivial:
-Me contaste tú. Repetí lo que me dijiste, lo que esconden las palabras. Todo está en el papel. Tu pensamiento pone el contenido, pero tu inconsciente le da la forma. Aprende algo: “como eres escribes”. Yo sólo soy un intérprete, no mates al mensajero.
Entonces se conectaron los puntos. Era 1920 de nuevo, era mi abuelo sentado en la plaza, tratando de entender los símbolos, mi propio papel de música. La fortuna trajo al menos una diferencia: yo podía pagar para aprender a leer, y José Manuel me aceptó en su grupo de estudiantes.
Aprender grafología tiene un comienzo, pero no un fin. Es un extraño y fascinante coctel de estadística, biología y psicología experimental, al que algunos estudiantes han tratado de agregar astrología, intuición y habilidades que no son de la receta original. Es como una cita con el oftalmólogo; cada publicación es un lente, una corrección que va ajustando tu visión para levantar del papel las señales. Esa puerta al niño interior acabado de parir, al que no le han dicho cómo debe sentir o qué debe gustarle. A un folio que aún huele a árbol, que no tiene restricciones ni debe demostrar nada. Está libre de culpa, y sólo advierte que en su disfrute no debe dañar a terceros. Nunca lanzaría la primera piedra.
Cada vez que nos enfrentamos al papel, a ese mundo en blanco, nos quedamos en él junto a Freud, rayando al cielo y a los abismos, entre el ahora, el pasado y el futuro. Y lo creemos un mundo nuestro, pero no lo es, ahí vive gente.
Después de casi tres años, concluyo con asombro que la gente no está sola en su sentir, que lo que “no le pasa a nadie” le pasa a la mayoría, porque somos movidos por la misma energía en forma de sexualidad, reconocimiento o poder. Lo que les traigo es sólo un poco de sentido común, o más bien lo sentido comúnmente, lo repetido. Escuché islas y originalidades, pero se perdieron en los pliegues de la confidencialidad.
Para los que tienen gusto por las metáforas: Si 7 de 10 personas tristes vieran hipopótamos volar, estaría bien que se supiera, porque si no, cada uno pensaría que está solo en el mundo, y preferirá decir que no ve nada. Supongo que a los otros 3 les parecería curioso saber que son minoría. La primera observadora de hipopótamos que escuché me sorprendió por su franqueza ante un extraño. Un poco menos la segunda, pues ya no era novedad. A la sexta le respondí que verlos era “absolutamente normal y cotidiano”. Para la séptima persona, me adelanté preguntándole si los veía, cosa que a nadie le importaba siempre que fuera feliz y no fastidiara a nadie. Entonces sonrió, asintió, y me contó el resto de su zoológico.
Como es difícil desaprender, y mucho viene en combo, lamento no poder evitar los escritos: esas notas que toma el mesonero, las agendas abiertas, o las rúbricas y números de identificación en los talones de los puntos de venta, de esa señora que paga con tarjeta de crédito delante de mí en la caja. Reconozco que puede sentirse como una invasión de la privacidad, porque de alguna forma lo es.
Mientras estudio, hago caligrafía, porque como la hipnosis, esto va en las dos direcciones, y “como escribes eres”. El niño aprende, lento, pero aprende. De las diferencias que tuve con José Manuel, está que yo creo que se puede ayudar mientras se aprende. No somos más relevantes el día de la graduación que en su víspera, salvo por otro papel. Por eso me he atrevido a leer para otros, y a escribir estos “lugares oscuros comunes”, con tantos puentes por conectar. Escribo desde el camino, no desde el descanso al llegar. Confío en que los beneficios serán más que los errores. A nombre de los que se creían solos, hasta que prendieron la luz, bienvenidos a “Lo que esconden las palabras. El diario de una oreja”.
La lata de Garbanzos : Lo que esconden las palabras. Prólogo
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