jueves, 30 de enero de 2014

Confianza

s. f. Esperanza firme o seguridad, que se tiene en una persona o proyecto.
Con la escuela en español y la casa en portugués, mezclar palabras y confundirlas era algo frecuente para nosotros. Es por eso que los nietos siempre llamamos a mi abuela Mãe (mamá) como le llamaban mis tíos, pensando que era su nombre. Ella nunca lo corrigió, porque a fin de cuentas, en nuestra cultura, las abuelas son tan o más madres que las oficiales.

Una noche, habiendo cenado todos y con la cocina en orden, Mãe miraba inmóvil por la ventana. Demasiado rato hundida en sus pensamientos y mirando al cielo. Me acerqué por su izquierda y me apoyé también en el borde de la pared:

- ¿Qué mira con tanta atención? ¿En qué piensa?

Tras una pausa, se volteó hacia mí:

- La luna. He visto en televisión que unos americanos llegaron a la luna. ¿Es verdad, o es como en las películas, donde todo es de mentira?

Sorprendido por la pregunta, confirmé que era verdad, que usaron una especie de avión y que aunque había muchas películas al respecto, de verdad pasó. Le hablé de los astronautas y de sus trajes, de la falta de aire respirable. Mientras le hablaba, una parte de mi cerebro se preguntaba cómo alguien podía pensar que fuera mentira. Para confortarla le comenté:

- Lo que pasa es que eso fue en el año en que yo nací. Yo llegando a Caracas un 4 de julio y ellos a la luna un 16, sólo 12 días después. Usted no le prestó atención porque seguro ayudaba a mamá a cuidarme.

Su cara era un poema, una mezcla de risa, confusión y arrepentimiento de haber preguntado. Pensaba para mí: ¿Cuántas veces la gente se burla de la inocencia y la sencillez, que realmente sólo cubre experiencia y vivencias? Sin embargo la cosa no estaba resuelta, algo no le convencía:

- Estoy confundida. Es verdad porque tú me lo dices, y sé que no me mentirías, pero es que no lo entiendo. Me gustaría no ser tan tonta.

Ella de tonta no tenía un pelo. Todavía no me decía qué le molestaba del hombre en la luna. Siguió mirando un rato:

- Es que la luna está muy lejos. ¿Qué fueron a buscar? ¿No les alcanzaba lo que tenían aquí? Yo de niña subí un día al Pico del Arieiro  para ver los pozos de nieve, la luna estaba tan grande que casi podía tocarse, se veía tan cerca. Pero tuve que pedir permiso para ir ¿Ellos a quién le pidieron permiso? ¿Qué querían ver? ¿Y si hubieran llegado una noche sin luna?. Cuando se fueron, ¿Dejaron todo limpio?

La cosa se empezó a enredar, yo no estaba preparado para preguntas inocentes, para cuestionamientos sencillos, no tenía respuestas. Imagino que llegaron en nombre de la ciencia, pero ¿eso cómo se explica? O por tratar de conquistar el mundo, como los comics de “Pinky y Cerebro”, peor aún. Finalmente pensé en esa frase tan norteamericana que explica el motivo de mucho de lo que hacen: ¡Because we can! No pintaba bien tratar de explicar eso tampoco. Al final opté por la respuesta honesta de emergencia (sólo usada en situaciones críticas donde han sido evaluadas todas las opciones y ni siquiera hay espacio para la creatividad) por el riesgo de que la cosa se ponga peor:

- No lo sé, no tengo ni la menor idea. Al menos créame que llegaron, esa es una verdad que acepta casi todo el mundo. No creo que hayan pedido permiso a nadie, la luna no es de nadie, que yo sepa.

Luego de un rato de silencio, un último comentario antes de dormir:

- Todo es de Dios y a Él hay que pedir permiso. Ve a dormir que mañana hay colegio. Dios te bendice.

Apagada la luz, seguía pensando. Mucha gente dice que ese viaje fue una mentira, un montaje de la NASA para conseguir presupuesto. Argumentan que la bandera no debería ondear si no hay gravedad, o que las cámaras y la película no deberían funcionar. En 40 años no regresaron ¿tan mal les fue? Mi abuela sólo necesitaba intuición para ponerlo en duda y yo lo había dado por hecho sin razonarlo.

Yo le había despejado la duda, o le había confirmado la mentira, aún no lo sé ni me importa mucho. Lo que entendí, mientras me dormía, es que la confianza te hace aceptar lo que no entiendes, por amor a quien lo dice.

La lata de Garbanzos : Confianza
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Sobre este garbanzo se ha escrito en:


¿En qué consiste la confianza? Aquí te damos un hermoso ejemplo de cómo entenderla
www.inspirulina.com/confianza.html

Fernando Pereira es computista y economista pero a través de la escritura consigue una particular manera de responder algunas cosas de la vida
www.inspirulina.com/confianza-2.html

sábado, 25 de enero de 2014

Heroína

s. f. Mujer que realiza un acto heroico o tiene habilidades sobrehumanas.
Los talleres de inmersión social son actividades académicas interesantes. Nos hicieron ir, acompañados de policías y líderes vecinales, a barriadas de ingresos bajos y peligrosidad media. La meta era hacernos entender su día a día, y sus necesidades.

Había que entrar a las 9:00am y salir antes de las 11:00am, mientras los malandros  armados dormían y se podía caminar sin riesgo de encontrar una bala. Una de las paradas incluía hablar con Anaël, un pastor belga que dedicó su vida a trabajar con la iglesia y las escuelas en los barrios más pobres. Cuando llegamos hablaba con Pedro, un chico de unos 25 años, que triste le pedía que convenciera a Ana de dejarle volver a casa. Todos empezamos a especular sobre los antecedentes de la conversación, resultando ganadora por votación, la versión de las chicas del grupo:

- Seguro éste le ha puesto los cuernos a la mujer y ella lo ha botado de la casa.

Casi habíamos acertado, al menos en el motivo oficial:

- Pedro es un buen chico, le he visto crecer y doy fe de cuanto quiere a su mujer, pero está perdido. Lleva tres años con Ana y tienen dos hijas. A ella se le ha metido en la cabeza que él tiene otra y le ha botado sus cosas en la escalera. No es la primera vez, hace mucho que ella quiere deshacerse de él. Mucho le quiere, pero está irremediablemente destinada a ser como su madre.

Un poco confundidos, nos sentamos a tratar de entender. Anaël trajo los dibujos de sus alumnos con la familia, y los repartió entre todos. Encontrar que tenían en común era fácil, dos figuras de palitos: el niño con su mamá. Algo no andaba bien, ¿y el papá? La explicación era simple:

- Venezuela es matriarcal. Mis niños pocas veces tienen la figura del padre. Tienen hermanos y hermanas, pero rara vez los hacen parte de sus dibujos. Cuando les hablo de familia piensan en ellos de la mano de su mamá, su heroína. Ella los cuida, los alimenta y los protege. A papá no le conocieron o se ha ido, para dejar el espacio a los papás de los hermanos, que no les quieren y que también se irán.

La historia ciertamente es un lugar común, que todos habíamos oído antes. Pero ¿tan común? ¿Tan frecuente como para ser el patrón y no la excepción? Era sólo el inicio. Yo heroína lo asociaba en mi mente a la Mujer Maravilla, o a las comiquitas de las Chicas Super Poderosas que tanto miran mis sobrinas. El relato continuaba a pesar de mis pensamientos:

- Los niños crecen admirando a su madre. Ella trabajará por ellos y hará lo que haga falta, legal o no. Cuando crezcan saldrán un día a buscar su vida. Ya las niñas no volverán a casa. El destino de los varones es otro, su cuarto se mantendrá intacto por si necesitan regresar, solos o con los nietos. Ellos son los proveedores finales, los que mantendrán la casa cuando nuestra heroína cuelgue la capa. Las niñas salen a la carrera de la vida con piedras en los zapatos; si sus maridos las abandonan, caen presos o muertos, estarán solas, si las engañan estarán decepcionadas de muerte y en los casos como el de Pedro, que no ha hecho nada, igual les botan de la casa por una traición inventada. Lo que les sucede es que no les necesitan, con los niños en puerta ellas van a ser como su mamá, que no necesitó de un marido para criar a sus hijos.

Esa realidad parecía inventada. Las mujeres del grupo estaban rayando en la molestia, ofendidas en parte. Empezaron las protestas y los retos a las conclusiones. Anaël se disculpaba sin ceder:

- Me gustaría decirles que aquí la familia es otra, que es como la de los libros y los cuentos, pero después de 40 años sólo puedo contarles lo que he visto. No sé cómo cambiarlo y mucho lo he intentado. Si alguno sabe cómo robarles esa herencia estoy dispuesto a intentarlo, parece genético, aunque entiendo que no debe serlo. Aquí los maridos son declarados culpables sin juicio.

Un poco decepcionados, continuamos la visita, encontrándonos a una de esas madres que hacían lo que era necesario. Ya nos habían advertido que 1 de cada 6 mujeres eran vendedoras de droga, eso no tenía que ser una sorpresa. Con gusto respondía nuestras preguntas, estaba orgullosa:

- No crea jefe, acá en el barrio las mujeres camellamos que jode. Una se para a las cinco de la mañana pa’ las loncheras, bajarlos al colegio y empezar a vender. En la entrada del barrio se paran los mejores carros de Caracas, puro Mercedes, porque aquí se consigue de todo. A veces los niños llegan y nos ven, pero ellos saben cómo es todo, unos guerreros. Ellos saben que eso es pa’vender, no pa’consumir.

El término seguía retumbando en mi cabeza, ahora no podía dejar de imaginar la ironía de que la heroína de este cuento se vendiera a ella misma. Tampoco supe qué vendían exactamente, qué significa en un ambiente de escasez: “tener de todo”.

Apurados, acelerábamos la visita, mientras se acercaba la hora temida y anunciada. Ya en la salida del barrio, con mucho dolor separábamos a la fuerza a una chica de nuestro grupo, de una nena que se le había prendido en los brazos desde que llegamos. La nena debe haber confundido a Mara con su mamá y no la soltaba, mientras ella entre lágrimas nos preguntaba, resignada y sin esperanza:

- ¿Están seguros de que no me la puedo llevar? Ella merece otra familia. Aunque no tengo ningún poder, Carlos sería un buen padre, uno que nunca la deje, él puede ser su héroe.

La lata de Garbanzos : heroína

miércoles, 22 de enero de 2014

Abandono

s. m. Renuncia o descuido de los intereses y obligaciones.
Un buen peregrino sueña con llegar a la Catedral de Santiago de Compostela y abrazar la estatua antiquísima del Apóstol de Jesús. Es un momento emocionante, de gran abandono y entrega, que ocurre en el altar mayor. Además, nos permite una vista magnífica de la nave principal.

Mi hermano José Luis dice que soy una persona terca en extremo, que me aferro a las cosas aunque no me convengan, que tengo la fuerza para torcer mi destino y que eso no es bueno. Recuerdo decirle un par de veces, que en el fondo lo que pasa es que no me gusta el abandono. Creo que Dios concede siempre la victoria al que persevera y se esfuerza. En el fondo pensaba que renunciar era una forma de perder, aceptar que emprendí una aventura inadecuada, que era otro el camino correcto y que el tiempo invertido estaba perdido. Traté de convencerme de que el abandono tenía un lado amable, una oportunidad a nuevas experiencias, al reemplazo de lo que dejé, pero nunca me compré ese razonamiento, aunque siempre he sido muy convincente. Y es que yo consejos vendo, pero para mí no tengo.

Ésta es parte de la historia de Jean Paul, un anciano francés con el que nunca hablé, pero del que aprendí que a veces el que persevera no alcanza, que el que abandona debe hacerlo aunque no quiera, y que podemos renunciar sin esperanza, porque lo único nuevo a cambio es la aceptación.

A las cinco de la mañana comenzó el ruido en el albergue, los que salían temprano empezaban a recoger las bolsas de dormir. Era el día de llegar a Nájera, con dos ampollas casi curadas y cuatro nuevas recién cosidas. Primera parada, un vaso de chocolate caliente y un bocadillo de tortilla de papa. Las flechas amarillas nos llevaban a buen destino, por espacios abiertos y un poco de lluvia, que no era suficiente para justificar el calor del poncho.

Luego de tres horas le vimos, peleando con el viento y aferrado como podía al bastón. Su mochila era inusualmente ligera y tenía un atuendo más descuidado que el promedio, lo que es decir bastante. Debía tener 80 años al menos, cabello cano y ojos muy azules, en una vista nublada por alguna condición que no pudimos adivinar. Nos saludó de buen ánimo al tiempo que nos hacía un ademán para que no paráramos.

Tras responder al saludo de Mel en francés, ella le ofreció nuestra intención de ayudarlo a volver al pueblo que acabábamos de dejar atrás, hasta que hiciera mejor tiempo. No nos dejó ayudarle, pero le permitió a Mel que lo acompañara un rato, a paso lento y tratando de servirle de segundo bastón.

Debe haber pasado media hora, cuando Mel le dejó atrás y nos alcanzó con los ojos rojos e hinchados. Durante un buen rato no dijo palabra. Todos nos vimos las caras pensando lo mismo: si le preguntamos ahora rompe en llanto. Cuando se calmó y habíamos perdido de vista al peregrino nos dijo:

- Hubiera sido un error hacerle volver. Se llama Jean Paul y está muy enfermo. Durante años se sometió a quimio-terapia, pero perdió la batalla. Le han dado muy poco tiempo. Lo lleva bien. Hace una semana se despidió de su familia, ordenó sus pertenencias y quemó lo que sobraba. Siempre quiso hacer el Camino, pero lo postergó una y otra vez, hasta ahora. Renunció a todo lo demás. No cree que llegue a Santiago, pero quiere morir aquí, lo más cerca que pueda de la catedral. Lleva un escrito para quién lo encuentre, y dinero para una lápida, que debe decir: Jean salió de Paris en 2005, y en este punto, se abrazó a Santiago.

Las próximas horas estuve callado, pensando en la gracia de tener salud, de tener destino, de tener un ticket de avión de vuelta a casa, donde hay gente que me espera. Soy afortunado, nunca he salido sabiendo que no volveré, nunca he salido a morirme. Muchos de los que creí problemas, desaparecieron, o pasaron a tener una nueva dimensión. Entendí que yo nunca abandoné nada, sólo dejé a personas y cosas por otras mejores, por otras nuevas, quejándome de forma egoísta solamente por no tener ambas. Eso no es abandono, abandono es aceptar sin temor, que la vida se acabó.

La lata de Garbanzos : abandono

lunes, 20 de enero de 2014

Miedo

s. m. Sentimiento intenso, provocado por la percepción de un peligro, real o supuesto, presente, futuro o pasado.
Dos veces al año, la familia tenía que podar la parra. En Venezuela, toda casa, edificio, taller o solar cubierto con la sombra de una mata de uvas tiene portugueses cerca o dentro. En mi casa la parra compartía el tercer piso con el tanque de agua. Yo tenía 12 años y muchas bolsas negras para recoger las hojas, cuando vi a mi tío parado en lo más alto de nuestro tanque. Sus piernas estaban muy juntas y las puntas de sus zapatos al aire, mientras miraba fijamente al piso sin poder moverse:

- ¿Por qué puedo estar aquí, en el borde, a 3 metros de la placa, y no en la otra esquina, a 15 metros de la calle? Es el mismo tanque, es el mismo cemento y es el mismo sol, pero allá me mareo y me tiemblan las piernas.

Esa fue la primera vez que pensé conscientemente en el miedo. Para mi diccionario tenía demasiados conceptos y encuentros, demasiadas versiones, demasiados abandonos en su nombre. ¿Qué tenían en común? Y no quería entrar en su bioquímica, su carácter neurológico o sus hormonas, sólo quería entender ¿por qué tenemos miedo?

Primero pregunté a Mãe, mi ícono de la sabiduría popular, resultado de haber vivido bastante. Ella decía que hay tres tipos de miedo: propios, prestados y tontos.

Los miedos propios son los de nacimiento, y se reconocen porque los tienen los niños y no los viejos. Desaparecen de pronto y sin ayuda, a menos que hayan convertido en fobias o estén demasiado pegados desde otras vidas. De estos miedos el más común es el miedo a hacer el ridículo.

Los miedos prestados son los que se aprenden de alguien más, como el miedo a los payasos  o a las inyecciones. Se curan enfrentándolos, o imaginando desnudo a quien lo incita, aunque esto no debe servir para curar el miedo a las strippers.

Finalmente, los miedos tontos eran los que mi abuela creía que eran inventados, y se curan con correa, como el miedo al ajo, al color amarillo, a la risa  o a las buenas noticias. Algo novedoso de su teoría, es que estos miedos vienen acompañados de pelos, porque venían con la edad. Ella decía:

- Mis nietos son jóvenes y valientes, se enfrentan a todo. Aprovechen empezar todo ahora, porque los años sólo traen pelos y miedos, donde uno menos espera.

Tenía razón, así pasó conmigo. Desde que recuerdo, he tenido miedo a quedarme calvo como mi papá. Cada vez que escuchaba a alguien decir que temía a las canas, yo le respondía:

- ¡Canas, bienvenidas! A mí con tal de que no se me caiga el pelo, puede quedar blanco, verde o rojo. Aunque Mãe me prometió que después de los cuarenta me empezará a salir más, aunque fue en los brazos y la espalda.

Alguien se puede asustar tanto, que es capaz de matar o casarse. Abogados astutos son capaces de liberarte de la cárcel  o del matrimonio, si demuestran que fue impulsado por un miedo extremo. Gracias a Dios mi abuela era Ama de Casa, porque si se hubiera acercado a un tribunal, su interpretación jurídica liberaría a los asesinos de contextura peluda, porque estarían visiblemente cargados de miedo.

En 2007 encontré mi significado del miedo en un viaje a Roraima. Lo copié de Pedro, un guía brasilero que hablaba mientras daba un masaje a las adoloridas piernas de las chicas. Cuando llegas a la cima del tepuy, después de dos días de camino, la impresión del paisaje y lo magnífico de la vista, te hace perder el miedo. Tengo fotos sentado en el borde de las rocas, con los pies al aire frente a cientos de metros de barranco sobre la sabana, con la tranquilidad de un niño en su cuna. Los pemones dicen que eso se debe a la altura y a lo puro del aire. Al lado del Roraima, se encuentra el Kukenam, su hermano negro. Está prohibido a los pemones, porque el aire no es puro y en lugar de sentarse a ver la sabana, los indios piensan que pueden volar, y se lanzan al vacío. Pedro, ignora las creencias y ofrece a los turistas más arriesgados la guía. El servicio incluye su sabiduría en las conversaciones:

- El cuerpo humano sólo entiende dos sentimientos: amor y miedo. No sabe sentir otra cosa, todo lo demás es adorno o confusión. Los celos por ejemplo, son un invento para ponerle nombre al miedo a perder. Cuando el cuerpo regaña o se ofende, casi siempre está amando. Bajo la piel hay un gran pisa-papel de navidad, una bola de agua con pueblito y nieve en forma de escarcha, que se mueve al agitarse. El agua es amor y la nieve es miedo, que debe estar ahí para que tenga gracia, pero sin ser mucha, porque el corazón (que es el pueblo) dejaría de verse. El miedo nos protege, nos advierte y nos alerta del peligro. El miedo es bueno cuando es poco. Si es mucho sólo cabe sacando al resto.

Aunque al principio me pareció un poco cursi la analogía, tenía algo de sentido. ¿Será por eso que los amantes enfrentan cualquier adversidad? Y las madres pelean contra todo por sus hijos. Entonces lo entendí, en ese momento no había espacio para el miedo, estaban borrachos de agua.

La teoría explicaba el miedo a la soledad, que no sin razón, ataca con frecuencia a los que alguna vez perdimos pareja. Desde ese momento nos estamos secando. El agua se va de nuestras vidas, y lejos de hacer un pueblo más grande, dejamos que entre más nieve. Qué bueno el tiempo donde me gustaba más estar solo, donde yo era una buena compañía para mí.

Mi miedo no se cura con terapia ni pastillas, o imaginándolo desnudo. Le hace falta agua, le hace falta pueblo, porque el final de este cuento no es complicado, para mí el miedo es la parte del cuerpo, donde alguna vez hubo agua.

La lata de Garbanzos : miedo

jueves, 16 de enero de 2014

Responsable

s. m. El que conscientemente es la causa de un hecho y que es imputable por sus consecuencias.


Mãe (mi abuela) decía que el responsable de llevar una casa tiene gran trabajo: tener o inventar las respuestas a todas las preguntas de los niños, proteger a la familia y mantenerla junta. Esa persona, aunque alguien diga lo contrario, debía tener nombre. Sé que es confuso, pero trataré de explicarlo.

Si ella oía decir “los hijos de Matilde”, es porque Matilde respondía por la casa y sus hijos, en ella se confiaba. Al pasar el tiempo, cuando a Matilde se empezaban a referir como “la mamá de Roberto” es porque ahora Roberto había recibido la responsabilidad y cuidaba de ella, que ya no tenía nombre. Lo mismo si decían “la mujer de Juan”, “el marido de Corina” o “el papá de Alberto”. Los responsables tenían nombre, y por cierto, casi siempre se esperaba que fuera el hombre, aunque la que moviera sus hilos fuera su mujer. En cabeza de mi abuela, si oía “los hijos de Alicia”, la chica a cargo debía ser viuda, hace bastante tiempo además, porque a veces incluso después de muerto su esposo (el Sr. X) la costumbre se negaba a dejarlo ir, y la pobre Alicia seguía siendo hasta nuevo marido: “la mujer de X”.

Las mujeres de la generación de mis abuelos y de mis padres, queriéndolo o no, recibían con el matrimonio, un acta de responsabilidad sobre la estabilidad de la casa. Armadas de amor y paciencia, confundían responsabilidad con sacrificio, soportando lo que viniera, y agradeciendo si no llegaba nada, pues estaban preparadas para defender a su costa, la integridad del hogar.

En un vuelo a Tenerife, que hacía escala en Madrid, mataba el tiempo leyendo un libro de grafología y mirando por la ventana. A mi derecha una señora y a la suya, su hija en pasillo, que después de mirar durante un rato con curiosidad, me preguntó sobre el libro. Aunque no era experto, le expliqué lo básico: lo que era grafo-terapia y por qué me llamaba tanto la atención. Inmediatamente sacó un papel en blanco de una carpeta llena de constancias y empezó a escribir sobre la pequeña mesa del respaldar del asiento. Al terminar, firmó su escrito.

Como me enseñaron, comenté primero todo lo bueno que encontré: Se trataba de una chica analítica, justa, sin miedo al futuro, honesta, de inteligencia superior al promedio y muy femenina. Sin embargo, un espacio exagerado más unas vocales aplastadas, indicaban su deseo de alejarse de casa y del pasado. Esa fue la única pregunta que pude hacerle, antes de entrar en una incómoda revelación que me hizo cambiarme de asiento luego de la cena:

- Te quieres alejar de casa, el pasado y de mamá. Qué bueno eso de buscar independencia, ¿es que ya quieres tu propia vida, tu propia casa?

Su madre en medio, al escucharme, y sin darle tiempo a responder, negó con la cabeza:

- No, no, no. Se equivoca señor, dice eso porque no nos conoce. Sepa usted que nos queremos muchísimo, yo he hecho todo por ella y ella haría lo que fuera por mí. De mudanza nada.

La chica forzó una sonrisa corta y asintió, mientras los carritos de servicio llegaban ofreciendo su surtido menú de: “pasta con pollo o carne guisada con arroz”. La excusa de la cena le valió a la chica para recoger la hoja que había escrito, doblándola y guardándola en la carpeta. Mientras tanto, la madre se acomodaba inquieta en la silla, sin haber quedado conforme con la mueca de su hija. Luego de dos minutos, mientras nos servían, buscó refuerzos:

- Mija, a ver, explíquele al señor que somos unas luchadoras. Dígale cómo yo le he dado ejemplo de mujer responsable en esta vida.

No me gustó el tono que iba tomando su voz, así que traté de acabar el tema con nuevos argumentos, que por supuesto no me creía:

- No lo dudo ni por un momento, señora. Esto es sólo algo para matar el tiempo del vuelo mientras ponen la película. Es algo estadístico, usted sabe, a veces acierta y otras no. No se preocupe. Tenga buen provecho.

Consintió con una sonrisa, al tiempo que la chica decidía que era un buen momento para pasarle un par de facturas:

- Esta vez acertó. Imagino que ya lo debes saber y te haces la tonta. No te queda. Esas tres maletas con sobrepeso, por las que pagamos exceso, no son para quince días. Si la tía Rita me deja vivir con ella un tiempo, no vuelvo a Venezuela. Ya estoy harta de vivir contigo, de ver cómo papá te maltrata sin que hagas nada. No me enseñaste a ser responsable, me enseñaste a ser cobarde. Más de una vez te he pedido que lo dejes, pero me usas como pretexto. Sé que necesito un padre, y no te niego que él es uno bueno, pero como esposo es un déspota. No entiendo cómo te compensa. Tienes dos semanas para pensar qué hacer a la vuelta, porque tu excusa se queda en Barcelona.

No hubo réplica, no se dijo más nada, por aceptación o por pena. Tal vez simplemente pusieron en espera el resto de la discusión, para un sitio más privado. Hice señas a la chica para que bajara la guardia y asintió de vuelta. El discurso lo tenía bien ensayado, sólo esperando la oportunidad. Terminada la cena, fui al baño y me encontré un asiento vacío al volver, que me invitó a quedarme. Al bajar del avión se acercó de nuevo mientras caminábamos a inmigración y me deslizó una nota en el bolsillo de mi chaqueta. Lo abrí esperando un número de teléfono, pero sólo se leía:

- Disculpa. Estabas en el lugar justo en el momento equivocado. Gracias, Mariela.

Pasando rápidamente por la fila comunitaria, no volví a ver a Mariela ni a su mamá, cuyo nombre no supe nunca, porque seguramente no estaba a cargo.

Durante más años de los que recuerdo, mis hermanos y yo fuimos los nietos de Mãe, incluso en esos domingos de visitarla, que se espaciaron cada vez más, porque ella ya no era la que recordábamos y mayormente dormía. En una de mis últimas visitas, mi tía conversaba con una vecina del piso mientras yo subía las escaleras. En lo que fue el resto de la conversa, ella le comentaba:

- Bueno, me voy, vamos a ver si hoy la mente de la abuela de Fernando está más leve.

Al escucharla, dejé el ánimo que traía en la puerta y entré al apartamento abatido, recordando lo que significaba, y entendiendo que se acababa el tiempo. Junto con su mente, que ya casi nunca estaba leve, dejaba su responsabilidad, su nombre y como diría Jorge, entregaba la guardia. Era oficial, había dejado de ser el nieto de Mãe, para convertirse ella en la abuela de Fernando o Jorge. Jamás tuve promoción menos deseada. ¿Cuándo había pasado? ¿Cuándo sus nietos más cercanos fuimos promovidos? Sería el día que la trajimos a la Capital, con el especializado diagnóstico de “está viejita”, o cuando firmé la autorización en la clínica para que la operaran, mientras me decía mi prima con cautela: “si le pasa algo te van a culpar a ti”. Pudo ser cualquiera de las veces que mi tía nos hizo correr a su encuentro, si su enfermera decía que se sentía mal. Porque imagino que así es la responsabilidad, nadie realmente la quiere, pero para cuando caes en cuenta es tuya. No sabemos cuándo llegó o por qué nos escogió, sólo sabemos que éramos responsables, porque como diría mi abuela, responsable es el que tiene nombre.

La lata de Garbanzos : miedo
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Sobre este garbanzo se ha escrito en:


Asumir responsabilidades no necesariamente es cuestión de edad. Lee esta historia de familia y responsabilidad.
www.inspirulina.com/responsable-2.html

miércoles, 15 de enero de 2014

Familia

s. f. Agrupación social basada en lazos de parentesco, como un vínculo social o consanguíneo.
Ayer le hicimos un reconocimiento a las plantas de mi apartamento, sobrevivientes de una generación de variedades, diezmadas por el racionamiento de atención y agua. Luego de seis años y un buen clima, un ejército de sábilas y tres júcaros mantienen con mucho esfuerzo el verde en la casa. Las matas de plástico no son una opción.

Una vez por semana, la chica que limpia riega las plantas, y una vez por año yo las podo y completo la tierra que se ha ido por el inodoro. Éste era uno de esos sábados anuales, en los que viendo cuánto había mermado el nivel de tierra, salí a comprar la de repuesto. Hay un vivero frente al edificio, así que bajé caminando aún con pantalón para dormir. En diez minutos debía estar de vuelta según el plan, pero una hora después, trataba aún de contener las lágrimas de Elisa, mientras sus niños giraban los papagayos. Sin saber qué más decir, sólo podía pensar: ¡Yo sólo vine por tierra!

De niño uno aprende lo que significa la familia. Luego de las abejas y cigüeñas, en la nuestra había un papá, una mamá y cuatro varones que dejamos a mi mamá bastante cuerda y a papá calvo con el pasar de los años. Las plantas no tuvieron la misma suerte, la mayoría cedió a los golpes de balones, resbalones de patines, bicicletas y patinetas o a algún spray para la plancha confundido con insecticida. También cayeron todas las que estaban cerca del rayado con tiza que marcaba las arquerías. La familia para mí estaba clara, porque la nuestra se formó por un vínculo social (el matrimonio) entre dos (en realidad tres, ya que se casaron por poder, con mi abuelo paterno en nombre de mi papá en Portugal). Aprendí como todos, a decir que no sé a quién quiero más: si a papá o a mamá, convencionalismo que nunca entendí. Yo era y soy capaz de poner mis afectos en perfecto orden y asignarle puntos si me preguntan, aunque es algo que nadie quiere oír.

Con tiempo entendí que mi concepto de familia debía ampliarse. Se podía cambiar sangre por adopción, matrimonio por convivencia, dos por tres, etc. Llegaba a algo como: gente que vive junta. Eso volvía familia a personas que trabajan en una empresa (que pasan más tiempo entre ellos que con su familia consanguínea) y a grupos de estudio. La diferencia estaba en que para ser familia había que estar de acuerdo, tener conciencia del vínculo. Entonces familia era gente que vive junta y que está de acuerdo en serlo. Eso funcionó hasta el cumpleaños de Andrea.

Andrea es una amiga de coincidencia, una señora que nada en los mismos días y horarios que yo, en la piscina del instituto de deportes de la alcaldía. Como la mayor parte de esos amigos de coincidencia, no sé su apellido, no sé dónde vive, no sé su edad (pensaría que unos 60 años) ni mucho más. Sólo sé que nada conmigo, que es amable y que prepara un buen dulce de lechosa, que trae algunas veces para compartir. Creo además, que es contadora.

Un viernes a las seis de la mañana, Andrea llegó más contenta que de costumbre, era su cumpleaños. Tras enterarnos, todos la felicitamos con besos y abrazos. Había traído su tradicional dulce y alguien más, que le conocía mejor, trajo una torta. Cantamos cumpleaños con un coro improvisado y apagó la vela (ni siquiera sé cuántos años cumplía). Luego de los aplausos, unas palabras breves:

- Gracias a todos, les quiero mucho, ustedes son mi familia, con Dios y con ustedes me levanto cada día.

Ese comentario, me llamó mucho la atención, no podía dejar de pensar:

- Un momento, pero si todos saben que para ser familia hay que estar de acuerdo. ¿Cómo puedo ser su familia si ella no es la mía? ¿Era ella una atrevida o yo una mala persona, por no sentir lo mismo? ¿Dónde estaba su otra familia?, porque debía haber otra. ¿Se pueden tener dos?

Al terminar la celebración la gente se fue retirando a iniciar su día de trabajo. Yo me quedé un rato, quería hablar con ella. Le comenté sobre lo bonito de su comentario y las dudas que me había provocado. De no conocerla de casi nada, ahora quería saber cómo llegué a ser su familia. Tal vez era sólo un comentario políticamente correcto y no debía darle importancia. De una conversación interesante, llamó mi atención:

- Ingenieros, siempre buscándole la quinta pata al gato. De esa “otra” familia de la que hablas sólo queda una hermana y un par de sobrinos, a los que veo poco y les importo menos. Nos reunimos una vez al año en la misa de papá, donde decimos que nos extrañamos mucho. Yo decidí que por estos días mi familia son ustedes, y para eso no les pedí permiso.

Parecía razonable, pero seguía sintiendo que debió preguntarnos si queríamos ser su familia, a menos que fuera un sentimiento incontrolable. Al parecer había dado en el clavo. Ella continuó:

- Exactamente, para mí la familia es un sentimiento, y como el amor, no tiene que ser correspondido. Tú puedes ser mi familia sin que yo sea la tuya. Piénsalo, si por cualquier causa dejo de venir un par de días, alguno de ustedes llama a preguntar si me pasa algo, si necesito algo, y ofrecen ayudar con alguna diligencia. Ustedes nadan conmigo y me desean buenos días o feliz semana. Eso no parece mucho, pero con o sin intención, con ustedes es con quien cuento, y para mí eso es suficiente. A lo mejor yo de la familia siempre esperé muy poco, y lo que tengo ahora me alcanza. Han llegado al extremo de llevarme sopa un día que tenía quebranto.

Pasé el viernes pensando en eso, en que la familia son las personas con las que cuentas. Ponerse de acuerdo ya no era relevante, considerando que parecía ser una decisión unánime, y el vivir juntos pasaba a convertirse en compartir juntos, como nosotros en la piscina, sin techo. Este pensamiento duró un día, porque al despertarme el sábado, tenía que ir a comprar tierra.

Al entrar al vivero, dos niños corrían entre las bandejas de matas, llevando unos papagayos de papel con forma de hélice, que trataban de hacer girar impulsados por sus carreras. Tomé mi bolsa de tierra y fui a la caja a pagarla. Como era aún temprano, el vendedor no tenía cambio para mi billete. Una chica de mirada triste que vigilaba a los niños, ofreció pagar los papagayos primero, para dejar cambio en la caja. Pagué y le agradecí:

- Muchas gracias. Anímese, que es un buen día. Sus niños no han de querer verla triste.

Sin advertencia, rompió en llanto y corrió a sentarse en un pequeño muro de cemento sobre el que caían unos helechos. La seguí, para entender que no quería que los niños la vieran, necesitaba desahogarse con un extraño, que no le juzgara. Ese día me tocaba ser ese extraño:

- Ellos son mis sobrinos Andrés y Javier. Mi hermana y su esposo partieron hace dos meses. Ahora viven conmigo, y son unos ángeles, pero no me siento capaz de tenerlos, es demasiada atención y cuidados que no sé darles. Pasé de ser la madrina para la foto de Javier a ser la madre. No estoy preparada y me siento desesperada, mi madre es muy vieja para ayudarme. Todo ha sido tan rápido, dejé de dormir, y no he tenido tiempo ni siquiera para llorar a mi hermana, me duele la cara de forzar una sonrisa frente a ellos.

Convencido de que el destino sabe lo que hace, traté de darle ánimo, de convencerle de que el tiempo mermaría la tristeza y que el equilibrio traería alegría. Ellos eran ahora su familia, ellos contaban con ella, y como Andrea, no habían preguntado. En lugar de calmarla empeoraba:

- ¿Familia? Siempre la quise pero mi novio no. Aunque todos decían que él no valía la pena, era a quien tenía y era bueno conmigo. Se ha ido, no quiere esta responsabilidad, me convertí para él en una mujer con maletas.

Un último intento, ser duro:

- Pues ya empezaste a recibir cosas buenas. Si no fue capaz de ayudarte en esta situación, es un inútil que ciertamente poco valía la pena. Dale gracias a los niños, a Dios y a él por irse. Al que está pero no ayuda cuando hace falta, hay que darle las gracias cuando se va. Aprendí que si no cuentas con alguien no es tu familia. En cambio ellos cuentan contigo y tú contarás con ellos cada día. Hoy les une el dolor, por siempre les unirá la sangre. Vendrá el tiempo donde te permitirás estar triste.

Cerró los ojos y echó su cabeza atrás por un momento. Luego me regaló una sonrisa y un abrazo. Sin más palabras, echó su cartera al hombro y marchó con los niños de la mano. Iba a pie, por lo que asumo que vivía cerca, no la volví a ver.

Mi familia de sangre será siempre la misma, y aprendí a querer a algunos cuando el afecto no me nacía, encontrando cosas pequeñas, que puestas juntas daban para admirar. Si me preguntan hoy, de tanto que puede significar, me quedo con el pensamiento de Andrea, familia es un sentimiento que nace cuando a uno le traen sopa.

La lata de Garbanzos : familia

lunes, 13 de enero de 2014

Coleccionista

s. Persona aficionada a agrupar o formar conjunto de objetos.
Existen muchas formas torpes de decir que la familia es lo primero. Mi abuelo, por ejemplo, tenía frases revolucionarias como:

- El que tiene hijos no tiene empleados. Los varones de la casa siguen los pasos del padre.

Durante buena parte del bachillerato, retornar del colegio significaba cerrar una parte del día y abrir otra: trabajar en la bodega con mi papá y mi abuelo, como lo hizo mi hermano mayor y como lo harían los menores, salvo Gilberto, a quien le desagradaba a ultranza el asunto. Esto nos ocupaba las tardes hasta las 9:00pm y los sábados. Como toda regla tiene una excepción, ese trabajo debía terminar si entrábamos a la universidad, porque entonces había que estudiar mucho para no ser un profesional de segunda.

Yo por mi parte, con la poca paciencia característica, frecuentemente tenía riñas y encuentros con clientes, que con buen ánimo llegaban con chistes cuando yo ya tenía demasiadas horas sentado en clase o parado detrás del mostrador. Al cerrar las puertas, se abrían las tareas diarias: acomodar los refrescos en la nevera y la cerveza en las cavas, contar el efectivo, ordenar facturas y en general limpiar todo para el día siguiente. Mientras papá terminaba, una charla frecuente con mi abuelo me recomendaba tener más paciencia. Luego del sermón, mi turno de repetir la pregunta:

- ¿Por qué trabajar tanto? ¿Por qué hasta tan tarde? Yo no tengo nada, pero usted ya parece tener mucho. ¿No es tiempo de disfrutar?

De los pocos entretenimientos de mi abuelo, recuerdo su gusto por la comida recién hecha en la mesa (Dios librase a mi abuela de recalentar algo), los viajes a las islas para supervisar la vendimia en sus viñedos y los encuentros de diciembre, donde la única excusa válida para no ir a casa era estar en el hospital. Por lo demás, era una persona tan sencilla como su guardarropa, que al mejor estilo del de Einstein sólo tenía camisas blancas y pantalones marrones, más un traje gris de contrabando para ocasiones de fiesta y funerales.

Con los años, los viajes se espaciaron y eventualmente terminaron. La familia por su parte, empezó a tener sus propias celebraciones de navidad. En ese momento empecé una campaña para encontrarle hobbies. Aunque muchas de mis ideas realmente no tenían sentido para una persona de la tercera edad, la mayoría eran descartadas por costosas. Eso me molestaba, porque creía o entendía que el dinero no debía ser un impedimento, y creo que mi abuelo lo tenía ¿por qué no usarlo? Éste era su argumento:

- Un hombre debe ahorrar, para poder enfrentar una emergencia, una enfermedad o una guerra. Si es dichoso y eso no llega, dejará orgulloso a sus hijos el fruto de su trabajo como herencia. Y uno sabe que eso no alcanzará para los nietos, porque es sabido que una generación trabaja y la siguiente gasta.

Lo oía sin hacer caso, catalogándolo de anticuado, pero a eso también tenía respuesta:

- Será anticuado, pero así me enseñaron y estoy muy viejo para pensar otra cosa. No me gusta gastar, yo disfruto es del trabajo, tal vez sea una mala costumbre, pero lo que fue necesidad y obligación se ha convertido en el motivo para levantarme cada día. Yo no sé vivir sin trabajar, yo no entiendo lo que para ustedes es diversión. Yo necesito que me necesiten.

Empeñado en que cada generación debía hacer su propio esfuerzo, no aceptaba los argumentos. Yo insistía en que debía gastar. Entonces recurrí a la idea de una colección. Ésa era la respuesta, mi abuelo debía coleccionar algo diferente a días de trabajo o gallinas y conejos en un solar, detrás del edificio que construyó con sus ahorros.

Después de hacer una lista de coleccionables, me senté a presentar opciones, que leyó con cuidado mientras asentía o negaba. Ese día abandoné para siempre la búsqueda. Ese dia me dijo, mientras me apuntaba con el dedo a la línea de “numismático”:

- Ya no tenemos que tocar más el tema, porque revisé la lista y descubrí que yo ya era un coleccionista, pero no lo sabía. Yo soy uno de éstos: ¡yo colecciono dinero!. Espero con ansia a que tu papá llegue los lunes del banco, con mi libreta de ahorros actualizada. Entonces afilo mi lápiz Mongol y empiezo a poner las comas en las cifras cada tres números, porque esos tontos con sus computadoras no lo hacen. Tienes razón, todos tenemos una diversión, esa es la mía.

Hábilmente se había escapado, usando mi propia lista. No tenía sentido explicarle que el numismático colecciona monedas y billetes antiguos en lugar del circulante. Yo era el equivocado, cada persona tiene su disfrute, y aunque nos mueva la mejor intención, el disfrute no se presta ni se copia, porque no depende de un objeto, sino de nuestra percepción de él.

Un psicólogo me dijo una vez, que mi abuelo era un “hacedor”. Le habían enseñado sin querer, que su existencia necesitaba ser justificada con trabajo, haciendo, para ser aceptado y respetado. Y cuando uno se acostumbra a hacer, ya no sabe parar si no se acaba la vida.

Mi abuelo partió de pronto, sin mucho ruido ni larga agonía, sin entender bien donde estaba ni quiénes éramos su familia. Como tributo a él, mi abuela enfermó años después, mermando su colección en medicamentos y hospitales, buscando aliviar lo que desde el día en que lo enterramos no tenía remedio: la tristeza de ver cada mañana el vacío en su cama. Creo que para eso era la previsión. Nueve hijos vivos recibieron el resto, irónicamente cuando a pocos les hacía falta.

Dinero, el manual de cómo formar a una familia honesta, y sus recuerdos de vida, quedaron de mi abuelo, del plan B de un papá, el coleccionista.

La lata de Garbanzos : coleccionista

Orgullo

s. m. Autoestima. Satisfacción personal que se experimenta por algo propio o relativo a uno mismo, que se considera valioso.
Si no era el lunes, no pasaba del martes, otra vez Méndez me había llamado “portu” en clase.

Regresé molesto del colegio a casa de mi abuela, que por vivir cerca, se había vuelto mi casa. La mochila cayó pateada cerca del sofá y enfilé a la cocina mientras creyones y lápices rodaban por el suelo. El fogón nunca tenía malas noticias, otra vez me esperaba comida deliciosa que aún extraño. Mi gordita sacaba de una bolsa de garbanzos (o granos de pico) uno oscuro, que no hacía juego con el resto y no merecía ir al remojo con el bacalao para el otro día.

Como no devolví el saludo, empezó a hablar sola:

- ¿Por qué se llamará grão-de-bico? Es un nombre bonito. Debe ser porque es un grano, y porque tiene un pico, pero no dice nada. Es como Fernando ahora. Aunque él habla cuando quiere, si uno espera.

En plan de víctima, le conté lo que pasó. Esperaba consuelo y empatía, pero sólo recibí risa, mezclada con un poco de regaño y lo que nunca faltaba, una explicación:

- ¿Por qué te molestas? Tú ciertamente eres portugués, y eso es bueno, oféndete cuando te digan que no lo eres. Ser portugués es parte de tu herencia, es tu orgullo. Ahora también eres venezolano, porque naciste en este país, pero primero fue sábado que domingo. Lo mismo si fueras español, árabe, italiano o de alguno de los tantos sitios que dejamos para venir aquí. Tienes que amar lo que somos, no puede ser de otra forma.

El resto de la tarde mi abuela me habló de Portugal, visto a través de la nostalgia por la vida que dejó. Me habló de sus juegos, de bordar hasta la madrugada a la luz de una vela, de la guerra y las tradiciones de un continente viejo, de un suelo que se ama porque es de uno, que se respeta y se defiende aunque estés lejos. Vi lágrimas al recordar su bandera, haciéndose pequeña en el puerto cuando partía. Esa tarde entendí, que además de sangre, recibimos de nuestros padres historia, por nuestras arterias corre arte, música, idioma y sabores. Aunque era un chico, pocas veces me he sentido tan grande.

Para que no se me olvidara la conversa, mi abuela buscó una lata de galletas vacía y puso en ella el garbanzo oscuro. Me dijo:

- Lo que aprendiste hoy es como este garbanzo. Es el primero en la lata, seguro habrá más, llénala como se llena tu entendimiento. Si algún día no caben más, es que ha sido mucho aprender, mucha escuela, y hay que olvidar algo, para hacer espacio a cosas nuevas.

Ese es mi garbanzo de Orgullo, el único que conservé luego de escribirlos. Si lo desean y lo recuerdo, les sigo contando de los otros, que son ahora mis significados. Desde aquel día, no importa lo que diga el diccionario, para mí, orgullo es ser portugués.

La lata de Garbanzos : orgullo

domingo, 12 de enero de 2014

¿De dónde salió la lata?

Mi amiga Cris, una de las precursoras de estas historias, documentaba con frecuencia sus pensamientos de madrugada, al amparo del insomnio. Decía que su mente era como una “máquina de espaguetis” que botaba líneas sueltas y cuentos cortos en lugar de pasta. Si una idea la atacaba, empezaba a escribir, parando sólo para cambiar de cigarrillo, que consumido empezaba a hacerle sentir calor en el labio. Estos cortos reposaban en una carpeta de su computador, celosamente respaldados.

Si discutía con Cris sobre algún tema del que había escrito, se le iluminaba el rostro, con un aire de comodidad mezclado con satisfacción. Enseguida me tocaba preguntarle:

- Ahí viene la hoja, ¿cierto?

Y no me equivocaba, las señales eran claras, lo próximo que escuchaba era:

- Sobre eso tengo algo en la máquina de espaguetis, léelo primero y luego conversamos.

Leer esos extractos, impecablemente escritos, ciertamente merecía detener la conversación. Eran historias mezcladas con reflexiones argumentadas y revisadas, que muchas veces dejaban la discusión de ese tamaño.

En un día de esos en los que boto cosas que no uso, para dejar espacio a las nuevas, encontré una vieja lata de galletas que me regaló mi abuela, casi llena de garbanzos. Algunos tenían palabras escritas en tinta de plumilla muy fina, otros habían sido pintados de colores, y la mayoría se envolvían con un post-it, cuando el asunto ameritaba un texto mayor o sus anexos. Estaba ante mi propia máquina de espaguetis, con las palabras que un niño aprendió en la casa y en la escuela.

Junto a la lata, puse mis notas del Camino de Santiago (una pequeña libreta llena de pequeñas historias escritas a mano) y unos cuentos cortos que alguna vez escribí a máquina durante la universidad, aunque me dé vergüenza decir que fueron escritos “a máquina”.

En medios distintos, esas historias tenían algo en común: habían cambiado mi forma de pensar respecto a algo y podía resumirlo en una palabra. Era mi diccionario tridimensional personal, donde cada garbanzo, pieza o palabra, se convertía en el disparador de un recuerdo. Sólo debía digitalizarlo todo y pedir a la Real Academia que me hiciera un diccionario personal, con lo que esas palabras significan para mí. Claramente publicarían sólo algunos ejemplares: uno lo compraría yo, y los demás podrían ser utilizados por compradores muy cultos, que no necesiten revisar las palabras que cambié, pues ciertamente son palabras cotidianas, como Orgullo, Abandono, Familia, Heroína, Miedo, Paz y alguna otra. Mi diccionario está tintado por mi entorno, la influencia de mis amigos y los valores de mi familia. Cuando terminé de escribirlo, por mucho o poco que resultó, estas notas se convirtieron en una forma sencilla de reconocer y agradecer a todos, que hayan sido parte de mi camino en esta vuelta.

La traducción inicial de los garbanzos fue difícil, de algunos colores no recordaba el significado, y de otros sólo podía pensar:

- ¡Se puede tener mala letra!

Cuando llevaba una docena de palabras transcritas, a mi amigo José Miguel, que realmente es capaz de leer cualquier cosa sólo por el placer de la lectura, le parecieron buenas:

- Esto hay que publicarlo. Es que por fin te entiendo. ¿Lo puedes poner todo junto y en orden?

Mi reacción, la de costumbre, el escepticismo acompañado de ironía y broma:

- ¿Eso es un chiste, cierto? Poder, casi todo se puede, pero ¿quién quiere leer unas historias sueltas que sólo tienen en común al autor? Con este título van a creer que es un recetario ¿O es que quieres que haga un libro para ir al baño? Que yo sepa, entre la revista Selecciones y los encartes de periódicos, el segmento ya está tomado.

El sueño gitano de Jóse, es que la intriga de un nombre tan inusual, haga a la gente leer el blog. Luego el disfrute de su lectura y las reflexiones que provoquen deben hacer el resto: recomendarlo a los amigos en buena lid.

Bienvenidos a La Lata de Garbanzos, un blog que no tiene secuencia, para poder leerlo en desorden, que no tiene final porque para eso tendría que ponerle comienzo, y que no planea segunda parte porque no es tan complicado. Cada lectura planea durar lo que tarden en ir al baño. Si ha dejado una historia a la mitad, espero que sea por la tentación de haber empezado otra, y no porque lleve una vida muy acelerada, en cuyo caso yo recomendaría empezar leyendo sobre como cambié el significado de la palabra destino.

Les dejo mi respeto y admiración. Si sienten que todo se está poniendo muy sentimental, muy portugués o demasiado privado, no se preocupen, que seguro dura poco. Suerte y paciencia.